Travesuras
de la niña mala
Mario
Vargas Llosa
Al finalizar mi
semestre entregaste en mis manos esta maravillosa novela. Me dijiste que era la
mejor obra que habías leído y que te encantaba. Me dijiste que me entretuviera
durante estas navidades y si que lo hice.
Concluida la
lectura de esta interesante novela del autor peruano ganador del Premio Nobel
de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, tengo que reconocer que tenías razón.
La obra es una de las mejores que he leído. Ahora entiendo por qué me hablabas
tanto de ella y te emocionaba tanto contar pequeños fragmentos de la obra.
Por veneración a ti, he escrutado la obra con gran
entusiasmo y paciencia, leyendo paulatinamente cada palabra, cada párrafo.
Disfruté mucho de la obra e inclusive, creo que ha afectado mi vida. Durante
todo el recorrido de lectura estuve pensando en ti y relacionándote con la obra.
¿Qué tanto habrá en esa obra de tu vida?, o ¿Qué tanto habrá en tu vida de esa
obra? Realmente no lo sé, pero no importa.
Durante la lectura
elegí algunos fragmentos que, por alguna razón, me agradaron y causaron
diversas emociones y pensamientos. Los pienso transcribir a este artículo para
que veas cuáles fueron:
[…] “La niña mala
llegó media hora después que yo, envuelta en un entallado abrigo de cuero, un
sombrerito que le hacía juego y unos botines hasta las rodillas. Además del
bolso llevaba un cartapacio lleno de cuadernos y libros de unos cursos de arte
moderno que, me explicó después, seguía tres veces por semana en Christie´s.
Antes de mirarme, echó una ojeada a la habitación e hizo un pequeño signo de
asentimiento, aprobando. Cuando, por fin, se dignó mirarme, ya la tenía yo en
mis brazos y había comenzado a desvestirla.
- Ten cuidado- me
instruyó -. No me vallas a arrugar la ropa.
La desnudé con
todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos,
las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que
aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que
brotaba de su cuerpo. Ahora tenía una pequeña cicatriz casi invisible cerca de
la ingle, pues la habían operado del apéndice, y llevaba en pubis más
escarmenado que antaño. Sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus
empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su
espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. Le besé
los menudos pechos, largamente, loco de dicha.
- No te habrás
olvidado de lo que me gusta, niño bueno – me susurró al oído. Por fin.
Y, sin esperar mi
respuesta, se puso de espaldas, abriendo las piernas para hacer sitio a mi
cabeza, a la vez se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a
apartarse de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con
esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer
suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle.
Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueando su sexo pequeñito, la sentí
humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero que delicioso y
exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo,
hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza.
“Ven, ven”, susurró, ahogada. Entré en ella con facilidad y la apreté con tanta
fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó,
retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: “Me aplastas”.
Con mi boca pegada
a la suya, le rogué:
- Por una vez en tu
vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero
saber cómo suena, siquiera una vez.” […]
Fragmento de
“Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa.
Pag. 140-141
[…] “Había do taxis
esperando en la puerta del edificio. A mí me tocó ir solo con Kurico, porque
así lo indicó, con un simple gesto imperativo, el señor Fuduka, quién se metió
en el otro taxi con el Trujimán y Mitsuko. Apenas partimos sentí que la niña
mala me cogía la mano y se la llevaba a las piernas, para que yo la tocara.
- ¿No es acaso tan
celoso? – dije, señalando al otro taxi, que nos rebasaba-. ¿Cómo te deja venir
sola conmigo?
Ella no se dio por
entendida.
- No pongas esa
cara, zonzito - me dijo -. ¿Ya no me
quieres entonces?
- Te odio –le
dije-. Nunca he sentido tantos celos como ahora. ¿O sea que ese enano, ese
aborto de hombre, es el gran amor de tu vida?
- Deja de decir
tonterías y, mas bien, bésame.” […]
Fragmento de
“Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa.
Pag. 209
[…] -¿Qué esperas,
zonzito?
- ¿Estás segura que
no va a volver?
En vez de
responderme, juntó su cuerpecito al mío, se enroscó en mí y, buscándome la
boca, me la llenó con su saliva. Nuca me había sentido tan excitado, tan
conmovido, tan dichoso. ¿Estaba ocurriendo realmente todo esto? La niña mala
jamás había sido tan ardiente, tan entusiasta, jamás había tomado tantas
iniciativas en la cama. Siempre había adoptado una actitud pasiva, casi
indiferente, en la que parecía resignarse a ser besada, acariciada y amada, sin
poner nada de su parte. Ahora, era ella la que me besaba y mordisqueaba por
todo el cuerpo y respondía a mis caricias con prontitud y una resolución que me
maravillaba. “¿No quieres que te haga los que te gusta?” le murmuré. “Primero
yo a ti”, me contestó, empujándome con unas manecitas cariñosas para que me
tendiera de espaldas y abriera las piernas. Se acuclilló entre mis rodillas y,
por primera vez desde que hicimos el amor en aquella chambre de bonne del Hotel du Sénat, hizo lo que yo le había rogado
tantas veces que hiciera y nunca quiso hacer: meter mi sexo en su boca y
chuparlo. Yo mismo me sentía gemir, agobiado por el inconmensurable placer que
me iba desintegrando a poquitos, átomo por átomo, convirtiéndome en sensación
pura, en música, en llama que crepita. Entonces, en unos de esos segundos o
minutos de suspenso milagroso, cunado me sentía que mi ser entero estaba
concentrado en ese pedazo de carne agradecido que la niña mala lamía, besaba,
chupaba y sorbía, mientras sus deditos me acariciaban los testículos, vi a
Fuduka.
Estaba medio cubierto
por las sombras, junto a un gran aparato de televisión, como segregado por la
oscuridad de ese rincón del dormitorio, a dos o tres metros a lo más de la cama donde Kuriko y yo
hacíamos el amor, sentado en una silla o banquito, inmóvil y mudo como una
esfinge, con sus eternos anteojos oscuros de gángster de película y con las dos
manos en la bragueta.
Cogiéndola de los
cabellos, obligué a la niña mala a soltar el sexo que tenía en su boca − la
sentí quejarse del jalón − y, completamente alterado por la sorpresa, el miedo
y la confusión. Le dije al oído, en voz muy bajita, estúpidamente: “Pero, ahí
está, ahí está Fuduka”. En ves de saltar de la cama, poner cara de espanto,
echar a correr, alocarse, gritar, después de un segundo de vacilación en que
comenzó a volver la cabeza hacia el rincón pero se arrepintió, la vi hacer lo
único que nunca hubiera sospechado, ni querido, que hiciera: rodearme con los
brazos y, adhiriéndose a mi con todas sus fuerzas para clavarme en esa cama,
buscarme la boca y mordiéndome, pasarme la saliva manchada con mi semen y
decirme, desesperada, de prisa, con angustia:
− ¿Y qué te importa
que esté o no esté, zonzito?
¿No estás gozando, no te estoy haciendo gozar?
No lo mires, olvídate de él.
Paralizado
por el asombro, entendí todo: Fuduka no nos había sorprendido, estaba allí en
complicidad con la niña mala, gozando de un espectáculo preparado por los dos. Yo
había caído en la emboscada. Las sorprendentes cosas que habían venido
ocurriendo se aclaraba, habían sido cuidadosamente planeadas por el japonés y
ejecutadas por ella, sumisa a las órdenes y deseos de aquél. Entendí la razón
de lo efusiva que había sido conmigo Kuriko estos dos días, y, sobre todo, esta
noche. No lo había hecho por mí, ni por ella, sino por él. Para complacer a su
amo. Para que gozara su señor. El corazón me latía como si me fuera a reventar
y apenas podía respirar. Se me había quitado el mareo y sentía mi falo
fláccido, escurriéndose, empequeñeciéndose, como avergonzado. La aparté de un
empujón y me incorporé a medias, retenido por ella, gritando:
−
¡Te voy a matar, hijo de puta! ¡Maldito!
Pero
Fuduka ya no estaba en ese rincón, ni en el cuarto, y la niña mala, ahora,
había cambiado de humor y me insultaba, la voz y la cara descompuestas por la
rabia:
−
¡Qué te pasa idiota! ¡Por qué haces ese escándalo!
− me golpeaba en la cara, en el pecho, donde
podía, con las dos manos −. No seas ridículo, no seas provinciano. Siempre has
sido y serás un pobre diablo, que otra cosa se podía esperar de ti, pichiruchi.
En
la media oscuridad, a la vez que trataba de apartarla, yo buscaba mi ropa en el
suelo. No sé cómo la encontré, ni cómo me vestí y me calcé, ni cuánto duró esta
escena farsesca. Kurico había dejado de golpearme pero, sentada en la cama,
chillaba, histérica, intercalando sollozos y agravios:
−
¿Te creías que iba a hacer esto por ti, muerto de hambre, fracasado, imbécil?
Pero, quién eres tú, quién te has creído tú. Ah, te morirías si supieras cuánto
te desprecio, cuánto te odio, cobarde.
Por
fin, terminé de vestirme y casi corriendo desanduve el pasillo de gravados
eróticos, deseando que en la sala me estuviera esperando Fuduka con un revólver
e la mano y con dos guardaespaldas armados de garrotes, pues igual me
precipitaría sobre él, tratando de arrancarle esos odiosos anteojos y de
escupirlo, para que me mataran cuanto antes. Pero tampoco había nadie en la
sala ni en el ascensor. Abajo, en la puerta del edificio, temblando de frío y
cólera, tuve que esperar largo rato el taxi que me llamó el portero engalonado.”
[…]
Fragmento de “Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa.