sábado, 28 de enero de 2012

Travesuras de la niña mala


Travesuras de la niña mala
Mario Vargas Llosa

Al finalizar mi semestre entregaste en mis manos esta maravillosa novela. Me dijiste que era la mejor obra que habías leído y que te encantaba. Me dijiste que me entretuviera durante estas navidades y si que lo hice.

Concluida la lectura de esta interesante novela del autor peruano ganador del Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, tengo que reconocer que tenías razón. La obra es una de las mejores que he leído. Ahora entiendo por qué me hablabas tanto de ella y te emocionaba tanto contar pequeños fragmentos de la obra.

Por veneración  a ti, he escrutado la obra con gran entusiasmo y paciencia, leyendo paulatinamente cada palabra, cada párrafo. Disfruté mucho de la obra e inclusive, creo que ha afectado mi vida. Durante todo el recorrido de lectura estuve pensando en ti y relacionándote con la obra. ¿Qué tanto habrá en esa obra de tu vida?, o ¿Qué tanto habrá en tu vida de esa obra? Realmente no lo sé, pero no importa.

Durante la lectura elegí algunos fragmentos que, por alguna razón, me agradaron y causaron diversas emociones y pensamientos. Los pienso transcribir a este artículo para que veas cuáles fueron:



[…] “La niña mala llegó media hora después que yo, envuelta en un entallado abrigo de cuero, un sombrerito que le hacía juego y unos botines hasta las rodillas. Además del bolso llevaba un cartapacio lleno de cuadernos y libros de unos cursos de arte moderno que, me explicó después, seguía tres veces por semana en Christie´s. Antes de mirarme, echó una ojeada a la habitación e hizo un pequeño signo de asentimiento, aprobando. Cuando, por fin, se dignó mirarme, ya la tenía yo en mis brazos y había comenzado a desvestirla.

- Ten cuidado- me instruyó -. No me vallas a arrugar la ropa.

La desnudé con todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos, las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que brotaba de su cuerpo. Ahora tenía una pequeña cicatriz casi invisible cerca de la ingle, pues la habían operado del apéndice, y llevaba en pubis más escarmenado que antaño. Sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. Le besé los menudos pechos, largamente, loco de dicha.

- No te habrás olvidado de lo que me gusta, niño bueno – me susurró al oído. Por fin.

Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueando su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero que delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. “Ven, ven”, susurró, ahogada. Entré en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: “Me aplastas”.

Con mi boca pegada a la suya, le rogué:
- Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.” […]

Fragmento de “Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa. Pag. 140-141




[…] “Había do taxis esperando en la puerta del edificio. A mí me tocó ir solo con Kurico, porque así lo indicó, con un simple gesto imperativo, el señor Fuduka, quién se metió en el otro taxi con el Trujimán y Mitsuko. Apenas partimos sentí que la niña mala me cogía la mano y se la llevaba a las piernas, para que yo la tocara.

- ¿No es acaso tan celoso? – dije, señalando al otro taxi, que nos rebasaba-. ¿Cómo te deja venir sola conmigo?

Ella no se dio por entendida.
- No pongas esa cara, zonzito -  me dijo -. ¿Ya no me quieres entonces?
- Te odio –le dije-. Nunca he sentido tantos celos como ahora. ¿O sea que ese enano, ese aborto de hombre, es el gran amor de tu vida?
- Deja de decir tonterías y, mas bien, bésame.” […]
Fragmento de “Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa. Pag. 209




[…] -¿Qué esperas, zonzito?
- ¿Estás segura que no va a volver?
En vez de responderme, juntó su cuerpecito al mío, se enroscó en mí y, buscándome la boca, me la llenó con su saliva. Nuca me había sentido tan excitado, tan conmovido, tan dichoso. ¿Estaba ocurriendo realmente todo esto? La niña mala jamás había sido tan ardiente, tan entusiasta, jamás había tomado tantas iniciativas en la cama. Siempre había adoptado una actitud pasiva, casi indiferente, en la que parecía resignarse a ser besada, acariciada y amada, sin poner nada de su parte. Ahora, era ella la que me besaba y mordisqueaba por todo el cuerpo y respondía a mis caricias con prontitud y una resolución que me maravillaba. “¿No quieres que te haga los que te gusta?” le murmuré. “Primero yo a ti”, me contestó, empujándome con unas manecitas cariñosas para que me tendiera de espaldas y abriera las piernas. Se acuclilló entre mis rodillas y, por primera vez desde que hicimos el amor en aquella chambre de bonne del Hotel du Sénat, hizo lo que yo le había rogado tantas veces que hiciera y nunca quiso hacer: meter mi sexo en su boca y chuparlo. Yo mismo me sentía gemir, agobiado por el inconmensurable placer que me iba desintegrando a poquitos, átomo por átomo, convirtiéndome en sensación pura, en música, en llama que crepita. Entonces, en unos de esos segundos o minutos de suspenso milagroso, cunado me sentía que mi ser entero estaba concentrado en ese pedazo de carne agradecido que la niña mala lamía, besaba, chupaba y sorbía, mientras sus deditos me acariciaban los testículos, vi a Fuduka.

Estaba medio cubierto por las sombras, junto a un gran aparato de televisión, como segregado por la oscuridad de ese rincón del dormitorio, a dos o tres metros  a lo más de la cama donde Kuriko y yo hacíamos el amor, sentado en una silla o banquito, inmóvil y mudo como una esfinge, con sus eternos anteojos oscuros de gángster de película y con las dos manos en la bragueta.

Cogiéndola de los cabellos, obligué a la niña mala a soltar el sexo que tenía en su boca − la sentí quejarse del jalón − y, completamente alterado por la sorpresa, el miedo y la confusión. Le dije al oído, en voz muy bajita, estúpidamente: “Pero, ahí está, ahí está Fuduka”. En ves de saltar de la cama, poner cara de espanto, echar a correr, alocarse, gritar, después de un segundo de vacilación en que comenzó a volver la cabeza hacia el rincón pero se arrepintió, la vi hacer lo único que nunca hubiera sospechado, ni querido, que hiciera: rodearme con los brazos y, adhiriéndose a mi con todas sus fuerzas para clavarme en esa cama, buscarme la boca y mordiéndome, pasarme la saliva manchada con mi semen y decirme, desesperada, de prisa, con angustia:
− ¿Y qué te importa que esté o no esté, zonzito?
¿No estás gozando, no te estoy haciendo gozar? No lo mires, olvídate de él.

            Paralizado por el asombro, entendí todo: Fuduka no nos había sorprendido, estaba allí en complicidad con la niña mala, gozando de un espectáculo preparado por los dos. Yo había caído en la emboscada. Las sorprendentes cosas que habían venido ocurriendo se aclaraba, habían sido cuidadosamente planeadas por el japonés y ejecutadas por ella, sumisa a las órdenes y deseos de aquél. Entendí la razón de lo efusiva que había sido conmigo Kuriko estos dos días, y, sobre todo, esta noche. No lo había hecho por mí, ni por ella, sino por él. Para complacer a su amo. Para que gozara su señor. El corazón me latía como si me fuera a reventar y apenas podía respirar. Se me había quitado el mareo y sentía mi falo fláccido, escurriéndose, empequeñeciéndose, como avergonzado. La aparté de un empujón y me incorporé a medias, retenido por ella, gritando:
            − ¡Te voy a matar, hijo de puta! ¡Maldito!

            Pero Fuduka ya no estaba en ese rincón, ni en el cuarto, y la niña mala, ahora, había cambiado de humor y me insultaba, la voz y la cara descompuestas por la rabia:
            − ¡Qué te pasa idiota! ¡Por qué haces ese escándalo!
− me golpeaba en la cara, en el pecho, donde podía, con las dos manos −. No seas ridículo, no seas provinciano. Siempre has sido y serás un pobre diablo, que otra cosa se podía esperar de ti, pichiruchi.

            En la media oscuridad, a la vez que trataba de apartarla, yo buscaba mi ropa en el suelo. No sé cómo la encontré, ni cómo me vestí y me calcé, ni cuánto duró esta escena farsesca. Kurico había dejado de golpearme pero, sentada en la cama, chillaba, histérica, intercalando sollozos y agravios:
            − ¿Te creías que iba a hacer esto por ti, muerto de hambre, fracasado, imbécil? Pero, quién eres tú, quién te has creído tú. Ah, te morirías si supieras cuánto te desprecio, cuánto te odio, cobarde.

            Por fin, terminé de vestirme y casi corriendo desanduve el pasillo de gravados eróticos, deseando que en la sala me estuviera esperando Fuduka con un revólver e la mano y con dos guardaespaldas armados de garrotes, pues igual me precipitaría sobre él, tratando de arrancarle esos odiosos anteojos y de escupirlo, para que me mataran cuanto antes. Pero tampoco había nadie en la sala ni en el ascensor. Abajo, en la puerta del edificio, temblando de frío y cólera, tuve que esperar largo rato el taxi que me llamó el portero engalonado.” […]
Fragmento de “Travesuras de la niña mala”,
Mario Vargas Llosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario